jueves, 8 de agosto de 2013

"Dos en la carretera", por Paca Arceo

Quisiera compartir con vosotros este relato de mi amiga. Espero que os guste.


Dos en la carretera

Una road movie de 4.555,5 kilómetros por Bretaña, Normandía, el Loire y los Pyrènees en 15 días


         Stanley Donen rodó en 1967 Dos en la carretera con Audrey Herpbun y Albert Finney en una espectacular historia sobre el deterioro y las infidelidades de la pareja. Viajan en coche por la Riviera francesa. Perlas como las que siguen entre Finney y Herpbun, dan el tono de la agridulce comedia:
—¿Qué clase de personas son las que se pasan horas sin tener nada que decirse?
—Los matrimonios.  
         Pero los viajes por carretera no sólo sirven para dirimir pleitos de amores. Y este es nuestro caso.
2 de septiembre. Con dos libros en cada maleta: Adiós, muñeca de Raymond Chandler y Esculpir en el tiempo de Andrei Tarkovski, en la de Jesús y Tokio Blues de Haruki Murakami y El libro de las ilusiones de Paul Auster en la mía, iniciamos el itinerario acompañados del CD de Norah Jones, Feels like home. Así nos sentimos en el Renault Megane que alquilamos para el periplo.
         De una tacada, y medio reventados, llegamos a La Rochelle. Lo primero: encontrar un hotel. No nos parece la maravilla de las maravillas, a tenor del precio, pero estamos locos por dejar las maletas, darnos una vuelta y cenar algo. El puerto, hermoso en su calor y concurridas terrazas, exhibe a cada lado de su entrada la Tour de la Chaine y la Tour St-Nicolas. Y si se quiere abarcar una panorámica de las callejas empedradas, nada como subir a la Tour de la Lanterne. Mejor perderse por ellas, entrar en el patio del Hôtel de Ville (Ayuntamiento) y escuchar las distintas lenguas que por allí rondan.
         «Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747». Así empieza Tokio Blues, una novela sobre soledades salpimentada de música como Norwegian Wood, de The Beatles, también de imposibles y comida japonesa. Leo hasta caer rendida.
3 de septiembre. De buena mañana emprendemos camino. Nos conduce Ma Liberté de Georges Moustaki. Jesús habla de Marlowe, la creación de Raymond Chandler y sobre todo de si la novela policíaca es  literatura con mayúsculas o no lo es. Llueve pero no lo apreciamos. Defiendo la novela negra y a sus escritores, aunque algunos sean menos profundos que otros; mientras, la intuición traza el viaje.
Pisamos el freno en Carnac. Nada más aparcar nos damos de bruces con Chez nous, una casa señorial dentro del circuito de alojamientos llamado Chambres D’Hôtes. Tienen habitaciones libres y es nuestro primer flechazo. Ambiente acogedor, trato amigable, absoluto silencio, desayunos impresionantes, precio económico, lo dicho: un descubrimiento.
Después de soltar las maletas corremos a contemplar los cercanos y misteriosos alineamientos de menhires prehistóricos. A pesar de la lluvia los megalitos apabullan y eso que están cercados para evitar la erosión que originamos los curiosos. Hay una serie de circuitos, bien señalizados, para recorrer a pie los diferentes emplazamientos.
Tampoco olvidamos Quiberón, situado en la punta de la península. Los 14 kilómetros de la estrecha lengua de tierra están edificados con armonía, (nada que ver con nuestras esquilmadas costas). Su lado oeste se adentra perpendicularmente en el Atlántico, y Luzbel aparece vestido de furibundo oleaje haciendo la delicia de los surfistas; por el contrario, su cara oriental ofrece una calma chicha para nadar a placer y acunar las playas de arena blanquísima.
«El poster del iceberg permaneció durante un tiempo pegado en la pared, pero acabé sustituyéndolo por uno de Jim Morrison y otro de Miles Davis». Tokio Blues me conduce las últimas horas del día.
4 de septiembre. Dejamos atrás Carnac buscando lugares pequeños. Jesús, que alterna Adiós muñeca con Esculpir en el tiempo, me cuenta que Tarkovski ve al poeta como «una persona con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño» y enhebramos conjeturas en las que aparece la poesía y el uso trasnochado, o no, que hacemos de ella.
Atravesando, a carcajada limpia de puro nervio, la dura niebla que corta como un cuchillo el morro del coche, recalamos en Morgat, un pequeño pueblecito de la costa bretona junto al parque natural D’Armorique. La tarde es para nadar en la inmensa playa, hasta que el mar se aleja por las caprichosas mareas abandonando las barcas y a nosotros en dique seco. Hace sol y calor de justicia. El detective Marlowe encandila, cada vez más, a mi amigo. Tanto, que se propone imitar algunos de sus gestos. Esto marcha.
5 de septiembre. Desayuno, botas y, aunque la humedad calenturienta aprieta, unas 5 horas de caminata por los acantilados. El paisaje sembrado de aulaga, por el interior, y el azulón del mar, por el litoral, más la tranquilidad (de vez en cuando nos cruzamos con otros senderistas) aplauden la elección. Cerramos la tarde y el día nadando y tumbados en la playa hasta que el sol se espesa de bruma enfriando el atardecer.
Watanabe, el protagonista de Tokio Blues, se afana en lo mismo que yo: «Hice tiempo antes de dormirme leyendo La montaña mágica y bebiendo brandy». Yo no bebo nada.
6 de septiembre. A ritmo de Sittin’ on the Dock of the Bay, desgranada por Otis Reding, ponemos rumbo al bosque de Brocéliande, a la tumba de Merlín y a la fuente de la juventud. Tenemos muchos kilómetros por delante y muchos cantantes para acompañarnos.
Parada en Paimpont, atravesando una bóveda de árboles por la que apenas se cuela la luz, justo a la hora en la que las cocinas de los restaurantes han cerrado. Nos hospedamos a unos kilómetros en Ferme Auberge Grosset, una casa de campo impresionante, cuya primera planta es para nosotros. Rendir honores a Merlín, ahora que sus legendarias aventuras han acabado, engaña el hambre. Falta de cuidados del paraje, pero muchos mensajes y deseos de los que se acercaron antes. Aún así, inventamos unos versos y se los dedicamos. Quizá nos toque con su varita mágica.
Si esperamos alargar la vida con un sorbito de la fuente, duraremos hasta que nos toque decir adiós, sin añagazas milagrosas: la fuente o el manantial es un secarral. Ni  gotita.
Nos perdemos un par de horas por el bosque y sus sombraluces, imaginando al rey Arturo y a los caballeros de la tabla redonda trotando entre los esbeltos árboles en busca de enemigos y de nuevos reinos.
De vuelta al pueblo y sentados al lado del lago que protege a L’Abattiale (Abadía), único edificio monumental de Paimpont, damos cuenta de una cena, que alegramos con cerveza negra bretona y animada charla sobre Auster y Chandler, hasta que las fuerzas merman reclamando retiro. La despedida es: ¡buenas lecturas!
«A la mañana del día siguiente, jueves, tuve clase de educación física. En la piscina hice varios largos de cincuenta metros.» Estoy en la mitad de Tokio Blues.
7 de septiembre. Camino de Côte D’Emeraude, paramos en Pléland le Grand, pequeña y coqueta villa desde la que parten multitud de recorridos por el bosque de Brocéliande. Muchos kilómetros después, Saint Malo, ciudad de dos corsarios como René Duguay-Trouin y Robert Surcouf, que se iniciaron en la captura de botines con tan solo 18 y 13 años. Eso es tener alma de pirata.
La ciudadela destaca como un galeón vigilante que atrae a miles de almas con pinta de ser de cualquier parte. El casco viejo —Saint Malo al completo— es para recorrerlo sin dejar un rincón y, a ser posible, leer las placas expuestas en las paredes a favor de esta u otra hazaña o de este u otro habitante que destacó en una u otra batalla. Desde el Promenade des Ramparts (el paseo que rodea la muralla) se aleja la vista a lo largo de la costa y se adentra en la ciudad, tomada por todos los que comemos a la misma hora.
Buscamos aposento en Cancale. Una chambre d’hote está al completo. Su dueña llama a otra colega que tiene habitaciones y para evitar nuestra pérdida, sale a buscarnos. Un chalet de grandes dimensiones y amplísimo jardín nos esperan. 
Mont-Saint-Michel —una joya destacando del tesoro—, que pelean tanto bretones como normandos por estar edificada en «tierra de nadie», si puede llamarse así al estar en la frontera de ambas regiones o departamentos, como aquí los llaman, nos deja sin palabras —bien extraño dado lo parlanchines que somos—. Un islote contundente y elevado, sitiado por el Atlántico durante la pleamar y por las arenas movedizas en la bajamar, clama por la visita de los curiosos que, sin dudarlo, escalamos las calles salpicadas de tiendas de recuerdos, restaurantes y cuanto captura los bolsillos de los turistas para, finalmente, adentrarnos en la Abadía, declarada Patrimonio de la Humanidad. Mitad castillo, mitad iglesia, fue construida entre 1203 y 1228. El primer piso luce el polvorín y las despensas y, el segundo, la Salle des Chevaliers (Sala de los Caballeros), el refectorio y el claustro.
Empapados de arte y enigmática naturaleza regresamos a Cancale, conocida en Francia por la calidad de sus ostras, mostradas en cestos en todos los restaurantes del puerto. Al volver a casa nos entretenemos en una reunión de vecinos en la que comen mejillones y beben sidra. Para haberlo sabido. Al entrar, la dueña y su hija ante el televisor, jalean a nietos y sobrinos que compiten en la carrera de coches de caballos. Alegra verlas tan encendidamente felices.
«De vuelta a la habitación, Naoko y yo jugamos a las cartas, mientras Reiko tomó la guitarra para interpretar a Bach». Eso leo. Continúo.
8 de septiembre. El musical Los paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy con música de Michael Legrand me  impactó cuando la proyectaron años atrás. Una jovencísima Catherine Deneuve y un no menos joven Nino Castelnuovo nos arrobaron, con su empalagoso amor, a todas las que soñábamos con momentos como aquellos. La culpa o la suerte de recalar por aquí es enteramente mía. Ni paraguas, ni canciones de amor. Tampoco arrepentimiento.
Comemos kilómetros acompañados por el CD de Miles Davis Kind of blue. Buscamos por Tourlaville una chambre d’hote recomendada por la hostelera de Cancale. Jesús le pregunta a una mujer —Sarah—, y ella llama al lugar pero está completo. Nos invita a seguirla hasta Les pieds dans l’eau, en Le Becquet de Digosville: una casa moderna de dos plantas delante del mar de La Mancha. Decoración oriental. Mi habitación, vestida de rojo y con ventana al veleidoso oleaje y sus desembarcos, exhibe una fotografía de Ernst Haas, con flor roja. ¡Lastima que a la hora de pagar no concordara el precio con lo acordado el día anterior! A pesar de ello la estancia es superlativa: conocemos a Sarah, estamos en su casa —escaparate de derechos humanos—, habla de la intensidad, y con intensidad, de su vida, su familia, sus creencias. Nos regala un LP de Jacques Prevert y un  libro sobre la Segunda Guerra Mundial, guerra que tanto ha marcado a los normandos y al mundo. Nosotros a ella Mediterráneo, de Serrat. Nos damos un fuerte abrazo.
Una vez solos callejeamos por el puerto de Cherburgo prendidos de la historia de Sarah, de su pasado y de su futuro. Pero el cine está presente y Jesús cita a Tarkovski: «Considero que es un deber mío animar a la reflexión sobre lo específicamente humano y sobre lo eterno que vive dentro de cada uno de nosotros. Pero el hombre ignora una y otra vez lo humano y lo eterno, aunque tenga su destino en sus propias manos.»  Estamos en Normandía.
«¿Qué sitio era aquél? Mis pupilas reflejaban las siluetas de la multitud dirigiéndose a ninguna parte. Y yo me encontraba en medio de ninguna parte llamando a Midori.» Termino Tokio Blues.
9 de septiembre. Todo aparenta estar cerca pero engaña. Mediada la mañana arribamos a Utah Beach, una de las playas donde los estadounidenses desembarcaron el día D y donde se encuentra un museo y un monumento a los caídos. Me parece un lugar triste. Continuamos, sin descanso, a Omaha Beach, otra playa donde alrededor de 2.500 hombres arribaron y probablemente murieron un número mayor entre los dos bandos.
El cementerio norteamericano, cerca de Bayeux, exhibe hileras interminables de cruces donde no cuentan que, seguramente, la mayoría de los que allí reposan eran adolescentes. La pulcritud, y el silencio absoluto de los miles de personas que en peregrinación aquí estamos, así como muchos de los supervivientes que cargados de medallas se enfrentan con respeto al recuerdo y al orgullo de poder seguir contándolo, se ampara con música de campanas y alguna melodía como El himno de la batalla de la República. Salimos de allí con el peso de todas las guerras sobre nosotros. Jesús quiere hacer una foto a un ex combatiente pero no se atreve. Yo sí. Cuando me acerco a él dice: «¿Yes, Darling?» Le pido permiso y él me lo da. Me besa al despedirse y, yo, acaricio su mejilla. Vuelvo al coche emocionada, Jesús está igual. Nos quedamos en silencio.
Hay que buscar alojamiento. Después de unas cuantas vueltas por carreteras secundarias, nos decidimos por Le Manoir de l’Abbaye, una casa granja del siglo XVII, donde el ruido no existe y las estrellas iluminan como jamás hemos contemplado. Se encuentra en Martragny, una pequeña localidad a tiro de piedra de Bayeux y del resto de playas del desembarco como Arromanches les-Bains y Courselles sur-Mer, ahora tomadas profusamente por los turistas. Dos días, fue el acuerdo. Estamos en Baja Normandía, departamento de Calvados: tierra de la sidra y el brandy de manzana que lleva su nombre.
Bayeux, primera ciudad liberada por los aliados en 1944 sin daño alguno, guarda la armonía arquitectónica de los siglos XV al XIX. Sobresalen por encima de la ciudad las agujas y la torre de la catedral gótica de Notre-Dame contra las que compite un imponente plátano situado en la plaza cercana. Los acordes de unos bongos nos hacen culebrear por calles y plazas hasta llegar a una gran explanada entre edificios, donde se celebra un concierto de una asociación del barrio. Curioseamos un rato antes de disfrutar de nuestros nuevos aposentos.
«Todo el mundo se creía que estaba muerto. Cuando se publicó mi libro sobre sus películas, en 1988, hacía casi sesenta años que no se tenían noticias de Hector Mann.» Empiezo El libro de las ilusiones.
10 de septiembre. El desayuno, de 10. El ambiente, tremendamente acogedor. La habitación de Jesús, espectacular; además de cama de matrimonio y chimenea victoriana tiene una cuna de niño crecidito: «¿Dónde has dormido?» No hay respuesta. Risas y manjares nos ponen en marcha hacia Honfleur, nuestro objetivo. I feel good canta James Brown mientras devoramos kilómetros. El día nos da para mucho.
Honfleur tenía uno de los principales puertos para llegar a París, hasta que construyeron el de Le Havre. Ahora destaca la armonía de las casas de todos los colores y tamaños que circundan su bocana y que fueron plasmadas en lienzos por Monet y Courbet hace muchos años. Celebramos al compositor Eric Satie, natural de esta ciudad, en Maison Satie, su casa, donde nos sorprenden, al pasar de una habitación a otra, con el fantástico mundo en el que habitó y siempre cortejados por su música, cambiante al mínimo movimiento. Toda una sorpresa. Después embarcamos para llegar hasta el puente de Normandía, arpa de la modernidad, que une la ciudad ubicada en la parte sur del estuario del Sena, con Le Havre.
Atardece cuando llegamos a Courselles sur-Mer, otra de las playas del día D. Sólo los curiosos y los que vuelan colgados de sus parapentes contemplamos las infinitas arenas cuyo horizonte se difumina a nuestras miradas.
Cena en Creully, en un restaurante con el distintivo Logis de France, un buen menú a un precio muy razonable. Y en Martragny el entoldado de estrellas ilumina a conciencia el amplio patio desde el que las contemplamos a placer escuchando el sonoro silencio.
«La escena se funde en negro. Cuando vuelve la imagen, ya es de día y la luz entra a raudales a través de los visillos.» Cuenta  Auster.
11 de septiembre. Lady Sings the Blues, de Billie Holiday, y nosotros dejamos atrás Caen. Un espolón sobresale en el paisaje, es Dromfort y nos impresiona tanto su belleza que nos obliga a parar y disfrutar del paisaje que lo acuna.
No tan deprisa como queremos, hay muchos camiones, pasamos Angers. Pretendemos descansar en un buen lugar para recorrer algunas de las sendas del Parque Nacional Regional de Loire-Anjou-Normandie. La sequía que invade nuestro país, también ha llegado aquí. El Loire, abarrotado de islas de arena y aguas estancadas, vivero de mosquitos gigantes, nos deja desolados. Llegamos a Saint Hilaire-Saint Florent, corazón de viñedos y grandes firmas de los buenos caldos donde  decidimos dormir y, también, marcharnos de esta zona.
Cruzamos el puente que separa o une, según se mire, a esta villa de Saumur y nos damos una vuelta por sus bien trazadas calles. La subida al castillo cuando la noche cae baja la cena; volvemos sobre nuestros pasos para dormir.
12 de septiembre. La suerte está echada. Queremos un lugar donde caminar y parar unos días antes de la dura vuelta. Mientras The Platters musitan Only you optamos por el valle de Cauterets, en la región del Midi-Pyrenèes, con todas las consecuencias: tanto si brilla el sol, como si caen chuzos de punta, allí estaremos hasta el 16, calzándonos las botas y triscando como las cabras hasta donde nos lleven los pies o el resuello.
Las carreteras escoltadas por montañas de imponentes alturas nos dejan gratamente atónitos. Esta vez se nos resiste el hallazgo de un hotel del gusto de ambos. Finalmente Aladin (por eso de que el viaje está resultando mágico) aparece. Encontramos las habitaciones que nuestro cansancio desea, con balneario incluido: piscinas, jacuzzis varios, gimnasio, sauna y hamman.
Cuando nos inclinamos por Cauterets desconocemos que la atracción de este valle, asentado a los pies del Vignemale de 3.298 metros, el pico más alto del sur de Francia, había empujado hasta aquí, en 1843, a Victor Hugo a lomos de un caballo. Ahora los coches tienen muchos más. También se dejaron encandilar por sus cascadas Chateaubriand, Baudelaire, Debussy y Alfonso XIII. Nosotros no vamos a ser menos.
«Estaba orgulloso de mi pequeño descubrimiento, pero eso no quería decir que le atribuyera gran importancia.» Coincidía plenamente con David Zimmer, el personaje de Auster.
13 de septiembre. Durante el desayuno, Marlowe ataca de nuevo; Jesús está terminando la novela y el detective le tiene fascinado. Su dureza, su sorna, esa forma de provocar aunque siempre reciba los palos. Es uno de los detectives mejor hilados de la serie negra. Mientras desmenuzamos su personalidad, devoramos zumo, muesli y bollería para aguantar cualquier tipo de ascensión a pesar de que el tiempo amenaza lluvia o, a lo peor, tormentas.
Iniciamos la ascensión, dura, pero salpicada (nunca mejor dicho) de cascadas exuberantes. Alcanzamos la Fruitère cuando el cielo se abre de par en par y da paso a un sol caliente; nuestra pretensión es llegar al Lac d’Estom, sin embargo con la misma rapidez con la que sale el sol, una cortina negra, densa y pesada lo oculta acompañándolo de truenos y agua. Precavidos nos damos la vuelta; tenemos otras dos horas de regreso.
Es un lujo, después de subir y bajar montes, zambullirse en la piscina cubierta del hotel arropados por los orgullosos picos. Más de una hora en remojo y sudor. Como niños. De una piscina a otra, de un jacuzzi para las piernas a otro de olas, de los chorros del cuello de cisne a la sauna donde parece que nos horneamos para resultar jugosos, y después más chorros y el olor a mentol del hamman. A esperar la cena. Sigo leyendo:
«Luego, más silencio. Pasaron otras dos semanas y Brigid cumplió su promesa de mantenerse oculta.»
14 de septiembre. La sinfonía de truenos no ha parado de componer en toda la noche y el balcón está anegado por el agua. Las montañas que se avistaban desde mi habitación han perdido sus perfiles. Hay que reconocerlo: tanta negrura, después de la luminosidad de Bretaña y Normandía, sobrecoge un poco.
Durante el desayuno acordamos visitar Pau a pesar de que las condiciones atmosféricas nos lleven la contraria. El «mono» de coche se impone y allí que vamos por las desmesuradas curvas de montaña. The look of love de Diana Krall pone el swing.
Pau es una ciudad hermosa, al menos así la recuerdo de mi adolescencia. El día acompaña poquísimo. No hay más verdad que ésa. En sólo diez minutos fuera del coche nos empapamos hasta los tuétanos. La estancia, por tanto, la limitamos a entrar en el Museo de Bellas Artes en el que se exhibe un Degas, un Rubens y un Greco y algunas otras obras de interés. Volvemos a Cauterets.
Aprovechamos el balneario al límite y aun cuando la lluvia sigue detrás de los cristales martilleando el asfalto, salimos a tomar una cerveza negra antes de la cena.
15 de septiembre. Un día más la niebla invade el valle pero estamos dispuestos, después de dar cuenta del desayuno, de calzarnos las botas y atacar otro camino. Superado un fuerte desnivel, las vistas son espléndidas. La idea es la de alcanzar alguno de los muchos lagos que nos rodean pero la negra nube seca que nos escolta toda la mañana, exceptuando algunos rasguños de sol, deja caer su carga y en menos de lo que canta el gallo ya estamos empapados a pesar de las capas de agua.
Descendemos, dejamos las ropas secándose en la habitación y a por el mejor plan: un largo y último baño. Estamos solos. Todo es disfrute. Nos recordamos que para volver a los lugares que gustan hay que dejar cosas sin descubrir y que así sea.
Hay que preparar la maleta, tomar notas, mirar el mapa para elegir el mejor camino de vuelta a casa y, en ésas estoy, cuando Jesús me llama para que vaya a su habitación. Ha comprado un Burdeos, para brindar por el viaje que hemos aprobado con nota alta.
«Sólo han desaparecido, y antes o después surgirá alguien que abra casualmente la puerta del cuarto donde Alma las escondió, y la historia volverá a empezar desde el principio.
»Vivo con esa esperanza.»
Termino El libro de las ilusiones y apago la luz.
16 de septiembre. En marcha: llora Cauterets a cantaros y nosotros tenemos un punto de emoción que impide tragar. El paisaje deja de verse por la densa niebla que cae como una losa cuando subimos el puerto d’Aubisque, por cuya estrecha y maltrecha carretera campan las vacas por sus fueros y al pasar a nuestra vera nos miran de reojo con aviesas intenciones. ¿Quién tiene que ceder el paso: ellas o nosotros? Nada que objetar. Nos paramos. Vamos a 20 kilómetros por hora y, aun así, el ¿miedo o respeto? nos da poco cuartelillo. No estamos ni para músicas. Nos sentimos como los ciclistas del Tour, sólo que calentitos y sobre cuatro ruedas mientras el exterior marca 5º C.
Cuando queda atrás el larguísimo puerto, llega El Pourtalet. Primero la parte francesa con sus interminables vueltas y revueltas. Al culminar su cumbre paramos en el primer mesón que nos da la bienvenida. Estiramos piernas, brazos, cuello, cabeza y todo lo que está rígido como un polo después de los malos tragos pasados con los puertos de marras. Repostamos gasolina, que escasea, porque el «inteligente» coche no da ni datos sobre la reserva y Jesús está de los nervios pensando en que nos quedaremos tirados entre las vacas. No sé si tanta información es buena.
Acometemos el Portalet español como si nos fuera la vida en ello. La gasolina engullida por el Megane le ha desbocado como si fuera un fórmula 1 y no paramos hasta Medinaceli.
A las 17.30 entramos en Madrid cariacontecidos. Primero dejamos mis maletas. Después las de Jesús. Cuando devolvemos el coche se nos queda cara de pantalla de cine con el rótulo FIN. Que no se mueva nadie: todavía nos queda contar el viaje y vivir de los recuerdos. Y los libros. Y la música.
Antes de despedirnos, Jesús me pregunta:
—¿Qué clase de personas son las que se pasan horas hablando sin parar?
—Los amigos —respondo.
Se acabó. Ahora sí.


Autora: Paca Arceo (fotógrafa, periodista y escritora)

2 comentarios:

Nuria dijo...

Sencillamente genial. Gracias por compartirlo Rosa, que relato más cálido, he viajado con ellos a través de los cristales mojados, he saboreado sus lecturas y me quedo con la sensación de querer llegar corriendo a casa y hacer una mochila.
Hablando de casualidades justo publicas un viaje que tengo entre mis pendientes y justo como me gustaría hacerlo.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

¡Bravo Paca!
Me han dado ganas de marcar en el mapa todos los sitios que nombras, alquilar un coche y hacer el recorrido. Incluyendo la banda sonora.
Besos,
Carmen