domingo, 11 de agosto de 2013

Suave tesón, por Paca Arceo

Os paso un cuento de mi amiga Paca Arceo, amante de la novela policiaca. Espero que os guste.


SUAVE TESÓN

UNO

A Rodrigo Suave Tesón no le llegaba un caso de estas características desde tiempos inmemoriales; en realidad el vacío de su mesa había sido llenado, sobre todo, por tres gruesos dedos de polvo. Repantigado en su sillón giratorio —aunque girar, lo que se dice girar, giraba poco—, la barriga desbordando el cinturón poco prieto para no pasar malas digestiones, trataba de poner algún criterio al descoloque de cabeza y extendía carpetas vacías de contenido para tapar ausencias. La clienta esperaba impaciente a que el hombre parara de hacer todo lo que —ella pensó— debería estar resuelto antes de haberse sentado en esa silla coja, en la cual soportaba un difícil equilibrio tratando de no perder la compostura.
Suave Tesón tenía su propia estrategia: dilatar hasta el ataque de nervios el entrar en materia aunque los resultados no fueran, a juzgar por la cara de la recién llegada, tan satisfactorios como él siempre pretendía:
—Y dice que mi nombre se lo dio Montaña.
—Así es. Aunque no estoy segura de que sea un acierto —respondió desconfiada la mujer subestimando a su interlocutor.
—Comprendo. En esto, como en todo, lo que cuenta es el resultado. Claro que para ello hay que confiar en el profesional.
—Lo sé. Montaña es un gran amigo y si me ha dado su nombre será por algo... aunque yo no lo vea.
La mirada esclarecedora no necesitó añadir palabra alguna. No le gustaba el hombre y desde luego su aspecto distaba mucho de ser como el de los detectives de las películas. Si hacía un esfuerzo hasta podía imaginar otro cuerpo distinto debajo del desaseado que ahora primaba, pero Montaña había insistido y no podía buscar al mirlo blanco que Suave Tesón parecía no ser. El detective se sintió examinado pero, sobreponiéndose al hiriente análisis, procuró embocar la mejor de sus sonrisas y aprestarse a embridar el mal genio que le crecía.
—Usted dirá, si es que quiere.
—Perdone mi impertinencia... —Suave Tesón estuvo a punto de interrumpirla sólo por parecer amable pero la mujer no le dejó—. Verá... estoy viviendo la peor experiencia de mi vida —se quebró su voz y el detective esperó sin apremiar—. Mi hija se marchó hace 45 días a Mirama-Molín, eso me dijo al menos y no me diga para qué, ni con quién. Son esas cosas que hacen los jóvenes; que si misticismos, voluntariados, nada que hacer en definitiva, porque ¿sabe?, se lo hemos dado todo hecho. Y a ver quién es el guapo que les da un no. Si prohibimos, malo; si les dejamos, peor. Porque claro, nosotros siempre trabajando y, además, estudiando para llegar a... vamos, lo primero los hijos, ¡ah! y que no les falte de nada...
Suave Tesón escuchaba con más de lo segundo que de lo primero porque sabía que aquella mujer además de buscar a su hija, quería, por el mismo precio, hacerse la terapia. Curiosa coincidencia la de los detectives y psicólogos, aunque los gremios tuvieran poco que ver, siempre les tocaba escuchar más de lo necesario. Sin embargo, el meollo, lo que es el meollo de cualquier asunto de importancia siempre se escondía en los pliegues de la incoherencia.
—¿Sabe si a su hija le gusta escalar? —frenó súbitamente el soliloquio de la mujer.
—¿Escalar? Pues... no lo sé... Cuenta poco, claro que...
—Como todos, ¿no? —la animó.
—Eso creo. ¿Por qué lo dice?
—En Mirama-Molín se encuentra el monte más alto de... —no terminó la frase.
—¡¿Ah, sí?! Ni idea. ¿Y qué pinta mi hija en un monte?
—Querrá cumplir con su destino.
—¿Está jugando conmigo? No le veo la gracia.
—Nada más lejos de mi interés, señora. El monte Ata-Do encierra miles de leyendas. Sus paredes son inexpugnables pero, aun así, muchos se embarcan en la aventura tratando de llegar a la cima y conseguir la invulnerabilidad que, según cuentan, otorga la montaña a quienes lo consigan.
—¡Tonterías!
—Quizás. Pero los alpinistas se lo creen y quien se acerca a Mirama-Molín va por esta causa —Suave Tesón hizo una pausa que aprovechó la mujer para pensar que Montaña no conocía tanto a este hombre sin atractivos dado al esoterismo y otras zarandajas. El detective, que no perdía ripio, cortó el vuelo de sus recelosos pensamientos—: Puedo hacerme cargo del caso.
—¡¿...?!
—Si acepta, salgo esta misma tarde —la mujer, una vez más, sopesó el físico de Suave Tesón quien, tajante y harto de tanto análisis malévolo, apuntó—: Si no está de acuerdo, aquí paz y después gloria.
—En fin... —titubeó— tráigame a mi hija; como sea, pero tráigala.
El detective se despidió sin paños calientes de la mujer; al tiempo, se le erizaron los recuerdos. Era de ley que la cordura no se imponía entre quienes decidían desafiar al Ata-Do. Lo sabía muy bien. Como un bosquejo inacabado de indefinidos trazos, revivió aquella tormenta iniciada sólo y justo encima del monte cuando muchos años atrás él, y otros como él, a la búsqueda de la quimérica invulnerabilidad, se despojaron de la razón.

DOS

 Me cuesta trabajo comprender cómo me he dejado impresionar por la posibilidad de volver a Mirama-Molín. No me gusta la clienta, ni el asunto a abordar pero la fascinación por regresar a los pies del Ata-Do han vencido mis resquemores, aun cuando abrocharme las botas sea un triunfo, el piolet haya perdido ligereza si lo comparo con los modelos actuales, y los kilos de más me avisen contra ascensiones superiores a los veinte peldaños, esos que separan la calle de mi despacho. El avión despega. Sin ir al hotel iré en busca de Guidar.
Ya veo, por él no han pasado los años ni los kilos. Continúa siendo el hombre menudo de pies litografiados por tanto pisar suelos imposibles. El encuentro no demuestra la emotividad que retenemos. A los hombres, para nuestra desgracia, nos cuesta exteriorizar los sentimientos; es más, en ocasiones, nuestras demostraciones tienen que ver más con la brusquedad que con la ternura. Sin embargo, a mi amigo le traiciona su mirada sonrisueña y expresa mucho más de lo que entreveo en sus gestos. ¿Mostraré lo mismo?
—Has cambiado —me reprocha Guidar.
—Estoy más gordo.
—No hablo de eso.
—Déjalo —corto nervioso mientras le enseño la foto de la chica—. ¿La has visto?
—Sí. Vino con tres jóvenes más. Quisieron contratarme...
—Y tú te negaste porque querían escalar el Ata-Do.
—Así es. Además... —a este hombre pequeño, de pocas conversaciones, que hace del pensamiento y la armonía sus salvoconductos, le cuesta hablar. Le ayudo a terminar la frase:
—... Sólo piensan en ser invulnerables, en subyugar al monte. Qué poco saben del Ata-Do y de sus propias leyes.
—¿Has venido para subir?
—¿Crees que podría?
—No.
—¿Es que no me ves en forma? —ironizo.
—Veo tu miedo.
Sí, Guidar tiene razón. Los recuerdos, con trazo más firme, casi brutales, me muestran aquella lucha titánica contra la naturaleza. La noche antes de la ascensión las bravatas de cada uno superaban los decibelios permitidos. La panorámica recogía silencios de siglos y apenas soportaba susurros pero nosotros, hombres de acción envanecidos por otras ascensiones, creíamos saber cómo doblegar lo que a otros les había sido inalcanzable y nos reíamos de los desaparecidos; cantábamos desafíos ridiculizando los poderes que se le suponían al Ata-Do. Sólo Guidar en su mohína mudez evitó pronunciarse; es más, sigiloso, se retiró al cobijo de la tienda. Aunque yo estaba tan ciego como los otros, por un momento dudé de que fuera una buena idea la ascensión pero la embriaguez del poder pudo con mis vacilaciones.
Habíamos dejado el campo base, el último, nada más clarear el día. Subíamos con esfuerzo, ahorrando oxígeno mientras el Sol, a lo alto, espejeaba contra el hielo encegueciendo nuestras miradas protegidas. Ni una nube. El viento en calma; sólo fatiga y el deseo enfermizo de ser los primeros en alcanzar la cima. No ha lugar a intercambiar opiniones; la marcha, sin desmayo, iba a buen ritmo y el tiempo acompañaba; de seguir así a las tres de la tarde coronaríamos la cumbre. Cada uno, además de la mochila, portábamos —eso seguro— nuestros propios pesos interiores, miedos que no nos atrevíamos a verbalizar. Hay que estar muy concentrado y tratar de seguir los pasos de quien abre brecha; cuidar de que los crampones aseguren las pisadas; evitar las sorpresas echas grietas bajo el hielo y apuntalar el cuerpo acompasándolo a la respiración. Una o dos horas más y... ¡arriba!
La pureza del aire me fatigaba. Al menos eso pensé cuando sentí un vahído. Sin soltar el piolet saqué con mi mano izquierda unos frutos secos y un poco de chocolate. Comía saboreando sin perder de vista las huellas de Guidar grabadas en el cristal perpetuo.
La luz disminuyó su intensidad de golpe. La noche más oscura se creció en nuestro rededor y ni tiempo tuvimos para agruparnos. Nada pudimos decidir; ni actuar. Como marionetas fuimos golpeándonos contra cuchillos de filos infinitos al son de un viento poderoso voceador de palabras incomprensibles. La cordada se quebró en un quejido de espanto.
Botha se elevó como una pluma y dibujó una parábola enterrándose en una sima sellada al instante. Shoga desapareció envuelto en la constelación huracanada. Guanteh se cuarteó primero, para multiplicarse en minúsculos cristalitos después, hasta diluirse en la nieve.
Perdí de vista a Guidar. El pánico no me dejaba pensar. Me ovillé como un caracol y así, a la espera de mi destino, vi evaporarse entre grietas que se abrían y cerraban como puertas, a tres de mis compañeros. Una especie de salmo bullía en mi cerebro tranquilizándome, brotando cual letanía. Nunca supe cuánto tiempo estuve esperando volatilizarme, sucumbir ante la locura. La tormenta se alejó con la misma prisa, el mismo sigilo que cuando llegó. De improviso.

TRES

—¿Es que no me ves en forma? —ironiza Suave Tesón.
—Veo tu miedo.
—No te equivoques; es respeto —responde bruscamente—. Y tú, ¿por qué?
—Me habla.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te dice? —pregunta incrédulo.
—No acepta la soberbia.
—Pues... tuvimos suerte.
—No fue eso.
—Entonces, ¿qué? —insiste el detective.
—Cuando la ventisca nos sorprendió pedí perdón por estar allí, por creerme superior a él, por ser tan estúpido... y me abandoné —dice de corrido Guidar—. De repente, bloques de hielo me rodearon, acogieron y salvaron.
—¿Bloques de hielo? ¿Acaso formaron un iglú?
—Sí, un iglú.
—Y querrás que me lo crea.
—¿De qué me serviría mentirte?
—¿Por qué lo callaste? —se queja el detective—. Necesitaba saber. Sí, lo necesitaba —se queda pensativo durante unos instantes. Guidar espera sin dejar de mirarle sabiendo cuál va a ser su historia—. Recuerdo que cuando al fin llegamos a Mirama-Molín nos negamos a hablar con los medios de comunicación. Ni siquiera entre nosotros hablamos de...
—... Que pediste perdón y te pusiste en sus manos.
—¿Crees que lo hice?
—Reconocer nuestra fragilidad era la única manera de salir de allí —aclara Guidar.
—Entonces ¿estos jóvenes, la chica, pueden haber muerto?
—Pueden.
—¿No hay forma de saberlo?
—Creo que sí. Mañana a las cuatro nos acercaremos a los pies de la cara norte.
—¿Para qué? No voy a subir.
—Ni yo.
Así termina Guidar la entrevista con el detective quien, muy preocupado, no pega ojo en toda la noche.
A las cuatro, puntuales, inician el camino sin apenas cruzar unas palabras. El día es espléndido en una estación espléndida. A medida que se acercan a su destino a Suave Tesón, curtido en grandes o pequeñas gestas sin que se le quiten las ganas de comer, dormir y amar, un cierto vacío le roba la energía. A punto del desmayo sigue a Guidar sin quitar la vista del Ata-Do.
—Es aquí —susurra el guía como si estuviera en un lugar sagrado.
Suave Tesón se deja caer sobre una amplia laja tratando de recuperarse. Ve como su viejo amigo prepara un trípode y una cámara de película instantánea después de buscar el ángulo y la luz adecuados. Da la sensación de que no es la primera vez que realiza esta maniobra. A pesar de que la curiosidad le reconcome es más fuerte que él esa especie de fatiga existencial, la misma que sufrió en la ascensión al Ata-Do y que le salvó la vida sin la explicación lógica que tanto le gustaría desentrañar.
Guidar mira su reloj, acerca el ojo izquierdo al visor de la cámara, ajusta diafragma y velocidad y hace la primera toma. Guarda la imagen capturada en el bolsillo cercano al corazón. Repetidas veces y, siempre comprobando la hora, continúa aprehendiendo instantes y almacenando las fotografías en el bolsillo cercano al corazón.
Suave Tesón va recuperando las energías perdidas y venciendo la  desconocida comezón que, instalada en la boca del estómago, le segrega  pesares. Se ve, una vez más, impotente y al desgaire de lo que el Ata-Do le quiera ofrecer, entregar o quitar. Se abandona al bulle-bulle de una letanía alentadora.
Guidar va sacando una a una las fotografías. Las expone sobre la losa para que el Sol las acaricie primero y permita vislumbrar cuanto el Ata-Do esté dispuesto a mostrar de entre sus cicatrices. El reflexivo guía toma tres imágenes y se acerca al detective, quien recuperado espera de pie.
—Aquí tienes la respuesta —aclara solemne mostrándole las fotos.
Suave Tesón las contempla sin sorpresa alguna. Las baraja una, dos, tres veces pasando sus ojos de una a otra sin mencionar palabra hasta que, ahíto de certeza, concluye:
—Es la joven que busco y estos deben de ser sus amigos. ¿Tan seguro estabas de que Ata-Do se quedaría con ellos?
—Puede ser —responde críptico Guidar.
—Explícate.
—Al poco de regresar de nuestra ascensión volví aquí. Nunca supe qué me obligaba a hacer fotos del Ata-Do hasta que ellas me dieron la respuesta. Al igual que en estas imágenes en las que aparecen la joven que buscas y sus amigos, en las de entonces las figuras de Botha, Guanteh y Shoga sobresalían de las aristas de sus paredes inverosímiles pero formaban parte de ellas y del hielo y del viento y del silencio. Porque el monte enriquece su invulnerabilidad abduciendo la vanidad del  género humano.
—Puede ser una simple luminiscencia —se resiste el detective.
—No lo es. Aparecen en todas las tomas y en condiciones de luz  cambiantes.
—Están sonrientes —admite Suave Tesón.
—O liberados de competencia —sentencia el guía.
—Y nosotros, ¿aprendimos la lección, o no?
—Parece que en aquel momento sí, pero ¿durará siempre?
—A saber.
Se abre camino un sosiego liberador. Uno junto al otro vuelven a mirar de arriba abajo el Ata-Do; parece esbozar un guiño. Al tiempo, sienten una corriente sobrecogedora en la espalda; el detective apoya su mano en el hombro del amigo y dice:
—Caso resuelto. Vuelvo a casa.

Autora: Paca Arceo (fotógrafa, escritora y periodista)

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