Quisiera compartir con vosotros este relato de mi amiga. Espero que os guste.
Dos en la carretera
Una road movie de 4.555,5 kilómetros por
Bretaña, Normandía, el Loire y los Pyrènees en 15 días
Stanley
Donen rodó en 1967 Dos en la carretera con
Audrey Herpbun y Albert Finney en una espectacular historia sobre el deterioro
y las infidelidades de la pareja. Viajan en coche por la Riviera francesa. Perlas
como las que siguen entre Finney y Herpbun, dan el tono de la agridulce
comedia:
—¿Qué clase de personas son las
que se pasan horas sin tener nada que decirse?
—Los matrimonios.
Pero los
viajes por carretera no sólo sirven para dirimir pleitos de amores. Y este es
nuestro caso.
2 de septiembre. Con dos libros
en cada maleta: Adiós, muñeca de
Raymond Chandler y Esculpir en el tiempo de
Andrei Tarkovski, en la de Jesús y Tokio
Blues de Haruki Murakami y El libro
de las ilusiones de Paul Auster en la mía, iniciamos el itinerario
acompañados del CD de Norah Jones, Feels
like home. Así nos sentimos en el Renault Megane que alquilamos para el periplo.
De una
tacada, y medio reventados, llegamos a La Rochelle. Lo primero: encontrar un
hotel. No nos parece la maravilla de las maravillas, a tenor del precio, pero estamos
locos por dejar las maletas, darnos una vuelta y cenar algo. El puerto, hermoso
en su calor y concurridas terrazas, exhibe a cada lado de su entrada la Tour de
la Chaine y la Tour St-Nicolas. Y si se quiere abarcar una panorámica de las
callejas empedradas, nada como subir a la Tour de la Lanterne. Mejor perderse
por ellas, entrar en el patio del Hôtel de Ville (Ayuntamiento) y escuchar las
distintas lenguas que por allí rondan.
«Yo
entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747». Así
empieza Tokio Blues, una novela sobre soledades salpimentada de
música como Norwegian Wood, de The
Beatles, también de imposibles y comida japonesa. Leo hasta caer rendida.
3 de septiembre. De buena mañana emprendemos
camino. Nos conduce Ma
Liberté de Georges Moustaki. Jesús habla de Marlowe, la
creación de Raymond Chandler y sobre todo de si la novela policíaca es literatura con mayúsculas o no lo es. Llueve
pero no lo apreciamos. Defiendo la novela negra y a sus escritores, aunque
algunos sean menos profundos que otros; mientras, la intuición traza el viaje.
Pisamos el freno en Carnac. Nada
más aparcar nos damos de bruces con Chez
nous, una casa señorial dentro del circuito de alojamientos llamado
Chambres D’Hôtes. Tienen habitaciones libres y es nuestro primer flechazo. Ambiente
acogedor, trato amigable, absoluto silencio, desayunos impresionantes, precio
económico, lo dicho: un descubrimiento.
Después de soltar las maletas
corremos a contemplar los cercanos y misteriosos alineamientos de menhires
prehistóricos. A pesar de la lluvia los megalitos apabullan y eso que están
cercados para evitar la erosión que originamos los curiosos. Hay una serie de
circuitos, bien señalizados, para recorrer a pie los diferentes emplazamientos.
Tampoco olvidamos Quiberón,
situado en la punta de la península. Los 14 kilómetros de la estrecha lengua de
tierra están edificados con armonía, (nada que ver con nuestras esquilmadas
costas). Su lado oeste se adentra perpendicularmente en el Atlántico, y Luzbel
aparece vestido de furibundo oleaje haciendo la delicia de los surfistas; por
el contrario, su cara oriental ofrece una calma chicha para nadar a placer y
acunar las playas de arena blanquísima.
«El poster del iceberg permaneció
durante un tiempo pegado en la pared, pero acabé sustituyéndolo por uno de Jim
Morrison y otro de Miles Davis». Tokio
Blues me conduce las últimas horas del día.
4 de septiembre. Dejamos atrás
Carnac buscando lugares pequeños. Jesús, que alterna Adiós muñeca con Esculpir en
el tiempo, me cuenta que Tarkovski ve al poeta como «una persona con la
fuerza imaginativa y la psicología de un niño» y enhebramos conjeturas en las
que aparece la poesía y el uso trasnochado, o no, que hacemos de ella.
Atravesando, a carcajada limpia
de puro nervio, la dura niebla que corta como un cuchillo el morro del coche, recalamos
en Morgat, un pequeño pueblecito de la costa bretona junto al parque natural D’Armorique.
La tarde es para nadar en la inmensa playa, hasta que el mar se aleja por las
caprichosas mareas abandonando las barcas y a nosotros en dique seco. Hace sol
y calor de justicia. El detective Marlowe encandila, cada vez más, a mi amigo.
Tanto, que se propone imitar algunos de sus gestos. Esto marcha.
5 de septiembre. Desayuno, botas
y, aunque la humedad calenturienta aprieta, unas 5 horas de caminata por los
acantilados. El paisaje sembrado de aulaga, por el interior, y el azulón del mar,
por el litoral, más la tranquilidad (de vez en cuando nos cruzamos con otros senderistas)
aplauden la elección. Cerramos la tarde y el día nadando y tumbados en la playa
hasta que el sol se espesa de bruma enfriando el atardecer.
Watanabe, el protagonista de Tokio Blues, se afana en lo mismo que
yo: «Hice tiempo antes de dormirme leyendo La
montaña mágica y bebiendo brandy». Yo no bebo nada.
6 de septiembre. A ritmo de Sittin’ on the Dock of the Bay, desgranada
por Otis Reding, ponemos rumbo al bosque de Brocéliande, a la tumba de Merlín y
a la fuente de la juventud. Tenemos muchos kilómetros por delante y muchos
cantantes para acompañarnos.
Parada en Paimpont, atravesando
una bóveda de árboles por la que apenas se cuela la luz, justo a la hora en la
que las cocinas de los restaurantes han cerrado. Nos hospedamos a unos
kilómetros en Ferme Auberge Grosset, una casa de campo impresionante, cuya
primera planta es para nosotros. Rendir honores a Merlín, ahora que sus
legendarias aventuras han acabado, engaña el hambre. Falta de cuidados del
paraje, pero muchos mensajes y deseos de los que se acercaron antes. Aún así,
inventamos unos versos y se los dedicamos. Quizá nos toque con su varita
mágica.
Si esperamos alargar la vida con
un sorbito de la fuente, duraremos hasta que nos toque decir adiós, sin
añagazas milagrosas: la fuente o el manantial es un secarral. Ni gotita.
Nos perdemos un par de horas por
el bosque y sus sombraluces, imaginando
al rey Arturo y a los caballeros de la tabla redonda trotando entre los
esbeltos árboles en busca de enemigos y de nuevos reinos.
De vuelta al pueblo y sentados al
lado del lago que protege a L’Abattiale (Abadía), único edificio monumental de
Paimpont, damos cuenta de una cena, que alegramos con cerveza negra bretona y
animada charla sobre Auster y Chandler, hasta que las fuerzas merman reclamando
retiro. La despedida es: ¡buenas lecturas!
«A la mañana del día siguiente,
jueves, tuve clase de educación física. En la piscina hice varios largos de
cincuenta metros.» Estoy en la mitad de Tokio
Blues.
7 de septiembre. Camino de Côte
D’Emeraude, paramos en Pléland le Grand, pequeña y coqueta villa desde la que parten
multitud de recorridos por el bosque de Brocéliande. Muchos kilómetros después,
Saint Malo, ciudad de dos corsarios como René Duguay-Trouin y Robert Surcouf,
que se iniciaron en la captura de botines con tan solo 18 y 13 años. Eso es
tener alma de pirata.
La ciudadela destaca como un
galeón vigilante que atrae a miles de almas con pinta de ser de cualquier
parte. El casco viejo —Saint Malo al completo— es para recorrerlo sin dejar un
rincón y, a ser posible, leer las placas expuestas en las paredes a favor de
esta u otra hazaña o de este u otro habitante que destacó en una u otra batalla.
Desde el Promenade des Ramparts (el
paseo que rodea la muralla) se aleja la vista a lo largo de la costa y se adentra
en la ciudad, tomada por todos los que comemos a la misma hora.
Buscamos aposento en Cancale. Una
chambre d’hote está al completo. Su dueña llama a otra colega que tiene
habitaciones y para evitar nuestra pérdida, sale a buscarnos. Un chalet de
grandes dimensiones y amplísimo jardín nos esperan.
Mont-Saint-Michel —una joya
destacando del tesoro—, que pelean tanto bretones como normandos por estar edificada
en «tierra de nadie», si puede llamarse así al estar en la frontera de ambas
regiones o departamentos, como aquí los llaman, nos deja sin palabras —bien
extraño dado lo parlanchines que somos—. Un islote contundente y elevado, sitiado
por el Atlántico durante la pleamar y por las arenas movedizas en la bajamar,
clama por la visita de los curiosos que, sin dudarlo, escalamos las calles
salpicadas de tiendas de recuerdos, restaurantes y cuanto captura los bolsillos
de los turistas para, finalmente, adentrarnos en la Abadía, declarada
Patrimonio de la Humanidad. Mitad castillo, mitad iglesia, fue construida entre
1203 y 1228. El primer piso luce el polvorín y las despensas y, el segundo, la Salle des Chevaliers (Sala de los
Caballeros), el refectorio y el claustro.
Empapados de arte y enigmática
naturaleza regresamos a Cancale, conocida en Francia por la calidad de sus
ostras, mostradas en cestos en todos los restaurantes del puerto. Al volver a
casa nos entretenemos en una reunión de vecinos en la que comen mejillones y
beben sidra. Para haberlo sabido. Al entrar, la dueña y su hija ante el
televisor, jalean a nietos y sobrinos que compiten en la carrera de coches de
caballos. Alegra verlas tan encendidamente felices.
«De vuelta a la habitación, Naoko
y yo jugamos a las cartas, mientras Reiko tomó la guitarra para interpretar a
Bach». Eso leo. Continúo.
8 de septiembre. El musical Los paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy
con música de Michael Legrand me impactó
cuando la proyectaron años atrás. Una jovencísima Catherine Deneuve y un no
menos joven Nino Castelnuovo nos arrobaron, con su empalagoso amor, a todas las
que soñábamos con momentos como aquellos. La culpa o la suerte de recalar por aquí
es enteramente mía. Ni paraguas, ni canciones de amor. Tampoco arrepentimiento.
Comemos kilómetros acompañados
por el CD de Miles Davis Kind of blue. Buscamos
por Tourlaville una chambre d’hote recomendada por la hostelera de Cancale.
Jesús le pregunta a una mujer —Sarah—, y ella llama al lugar pero está
completo. Nos invita a seguirla hasta Les
pieds dans l’eau, en Le Becquet de Digosville: una casa moderna de dos
plantas delante del mar de La Mancha. Decoración oriental. Mi habitación,
vestida de rojo y con ventana al veleidoso oleaje y sus desembarcos, exhibe una
fotografía de Ernst Haas, con flor roja. ¡Lastima que a la hora de pagar no
concordara el precio con lo acordado el día anterior! A pesar de ello la
estancia es superlativa: conocemos a Sarah, estamos en su casa —escaparate de
derechos humanos—, habla de la intensidad, y con intensidad, de su vida, su
familia, sus creencias. Nos regala un LP de Jacques Prevert y un libro sobre la Segunda Guerra Mundial, guerra
que tanto ha marcado a los normandos y al mundo. Nosotros a ella Mediterráneo, de Serrat. Nos damos un
fuerte abrazo.
Una vez solos callejeamos por el
puerto de Cherburgo prendidos de la historia de Sarah, de su pasado y de su
futuro. Pero el cine está presente y Jesús cita a Tarkovski: «Considero que es un deber mío animar a la reflexión sobre
lo específicamente humano y sobre lo eterno que vive dentro de cada uno de
nosotros. Pero el hombre ignora una y otra vez lo humano y lo eterno, aunque
tenga su destino en sus propias manos.» Estamos en Normandía.
«¿Qué sitio era aquél? Mis
pupilas reflejaban las siluetas de la multitud dirigiéndose a ninguna parte. Y
yo me encontraba en medio de ninguna parte llamando a Midori.» Termino Tokio Blues.
9 de septiembre. Todo aparenta
estar cerca pero engaña. Mediada la mañana arribamos a Utah Beach, una de las
playas donde los estadounidenses desembarcaron el día D y donde se encuentra un
museo y un monumento a los caídos. Me parece un lugar triste. Continuamos, sin
descanso, a Omaha Beach, otra playa donde alrededor de 2.500 hombres arribaron
y probablemente murieron un número mayor entre los dos bandos.
El cementerio norteamericano,
cerca de Bayeux, exhibe hileras interminables de cruces donde no cuentan que,
seguramente, la mayoría de los que allí reposan eran adolescentes. La pulcritud,
y el silencio absoluto de los miles de personas que en peregrinación aquí
estamos, así como muchos de los supervivientes que cargados de medallas se
enfrentan con respeto al recuerdo y al orgullo de poder seguir contándolo, se ampara
con música de campanas y alguna melodía como El himno de la batalla de la República. Salimos de allí con el peso
de todas las guerras sobre nosotros. Jesús quiere hacer una foto a un ex
combatiente pero no se atreve. Yo sí. Cuando me acerco a él dice: «¿Yes,
Darling?» Le pido permiso y él me lo da. Me besa al despedirse y, yo, acaricio su
mejilla. Vuelvo al coche emocionada, Jesús está igual. Nos quedamos en
silencio.
Hay que buscar alojamiento.
Después de unas cuantas vueltas por carreteras secundarias, nos decidimos por Le Manoir de l’Abbaye, una casa granja
del siglo XVII, donde el ruido no existe y las estrellas iluminan como jamás hemos
contemplado. Se encuentra en Martragny, una pequeña localidad a tiro de piedra
de Bayeux y del resto de playas del desembarco como Arromanches les-Bains y
Courselles sur-Mer, ahora tomadas profusamente por los turistas. Dos días, fue
el acuerdo. Estamos en Baja Normandía, departamento de Calvados: tierra de la
sidra y el brandy de manzana que lleva su nombre.
Bayeux, primera ciudad liberada
por los aliados en 1944 sin daño alguno, guarda la armonía arquitectónica de
los siglos XV al XIX. Sobresalen por encima de la ciudad las agujas y la torre
de la catedral gótica de Notre-Dame contra las que compite un imponente plátano
situado en la plaza cercana. Los acordes de unos bongos nos hacen culebrear por
calles y plazas hasta llegar a una gran explanada entre edificios, donde se
celebra un concierto de una asociación del barrio. Curioseamos un rato antes de
disfrutar de nuestros nuevos aposentos.
«Todo el mundo se creía que
estaba muerto. Cuando se publicó mi libro sobre sus películas, en 1988, hacía
casi sesenta años que no se tenían noticias de Hector Mann.» Empiezo El libro de las ilusiones.
10 de septiembre. El desayuno, de
10. El ambiente, tremendamente acogedor. La habitación de Jesús, espectacular;
además de cama de matrimonio y chimenea victoriana tiene una cuna de niño
crecidito: «¿Dónde has dormido?» No hay respuesta. Risas y manjares nos ponen en
marcha hacia Honfleur, nuestro objetivo. I
feel good canta James Brown mientras devoramos kilómetros. El día nos da para
mucho.
Honfleur tenía uno de los
principales puertos para llegar a París, hasta que construyeron el de Le Havre.
Ahora destaca la armonía de las casas de todos los colores y tamaños que
circundan su bocana y que fueron plasmadas en lienzos por Monet y Courbet hace
muchos años. Celebramos al compositor Eric Satie, natural de esta ciudad, en
Maison Satie, su casa, donde nos sorprenden, al pasar de una habitación a otra,
con el fantástico mundo en el que habitó y siempre cortejados por su música,
cambiante al mínimo movimiento. Toda una sorpresa. Después embarcamos para
llegar hasta el puente de Normandía, arpa de la modernidad, que une la ciudad
ubicada en la parte sur del estuario del Sena, con Le Havre.
Atardece cuando llegamos a
Courselles sur-Mer, otra de las playas del día D. Sólo los curiosos y los que vuelan
colgados de sus parapentes contemplamos las infinitas arenas cuyo horizonte se difumina
a nuestras miradas.
Cena en Creully, en un
restaurante con el distintivo Logis de France, un buen menú a un precio muy
razonable. Y en Martragny el entoldado de estrellas ilumina a conciencia el
amplio patio desde el que las contemplamos a placer escuchando el sonoro
silencio.
«La escena se funde en negro.
Cuando vuelve la imagen, ya es de día y la luz entra a raudales a través de los
visillos.» Cuenta Auster.
11 de septiembre. Lady Sings the Blues, de Billie Holiday,
y nosotros dejamos atrás Caen. Un espolón sobresale en el paisaje, es Dromfort
y nos impresiona tanto su belleza que nos obliga a parar y disfrutar del
paisaje que lo acuna.
No tan deprisa como queremos, hay
muchos camiones, pasamos Angers. Pretendemos descansar en un buen lugar para
recorrer algunas de las sendas del Parque Nacional Regional de Loire-Anjou-Normandie.
La sequía que invade nuestro país, también ha llegado aquí. El Loire,
abarrotado de islas de arena y aguas estancadas, vivero de mosquitos gigantes,
nos deja desolados. Llegamos a Saint Hilaire-Saint Florent, corazón de viñedos
y grandes firmas de los buenos caldos donde decidimos dormir y, también, marcharnos de esta
zona.
Cruzamos el puente que separa o
une, según se mire, a esta villa de Saumur y nos damos una vuelta por sus bien
trazadas calles. La subida al castillo cuando la noche cae baja la cena; volvemos
sobre nuestros pasos para dormir.
12 de septiembre. La suerte está
echada. Queremos un lugar donde caminar y parar unos días antes de la dura
vuelta. Mientras The Platters musitan Only
you optamos por el valle de Cauterets, en la región del Midi-Pyrenèes, con
todas las consecuencias: tanto si brilla el sol, como si caen chuzos de punta,
allí estaremos hasta el 16, calzándonos las botas y triscando como las cabras
hasta donde nos lleven los pies o el resuello.
Las carreteras escoltadas por
montañas de imponentes alturas nos dejan gratamente atónitos. Esta vez se nos
resiste el hallazgo de un hotel del gusto de ambos. Finalmente Aladin (por eso
de que el viaje está resultando mágico) aparece. Encontramos las habitaciones
que nuestro cansancio desea, con balneario incluido: piscinas, jacuzzis varios,
gimnasio, sauna y hamman.
Cuando nos inclinamos por
Cauterets desconocemos que la atracción de este valle, asentado a los pies del
Vignemale de 3.298 metros, el pico más alto del sur de Francia, había empujado
hasta aquí, en 1843, a Victor Hugo a lomos de un caballo. Ahora los coches
tienen muchos más. También se dejaron encandilar por sus cascadas
Chateaubriand, Baudelaire, Debussy y Alfonso XIII. Nosotros no vamos a ser
menos.
«Estaba orgulloso de mi pequeño
descubrimiento, pero eso no quería decir que le atribuyera gran importancia.»
Coincidía plenamente con David Zimmer, el personaje de Auster.
13 de septiembre. Durante el
desayuno, Marlowe ataca de nuevo; Jesús está terminando la novela y el
detective le tiene fascinado. Su dureza, su sorna, esa forma de provocar aunque
siempre reciba los palos. Es uno de los detectives mejor hilados de la serie
negra. Mientras desmenuzamos su personalidad, devoramos zumo, muesli y bollería
para aguantar cualquier tipo de ascensión a pesar de que el tiempo amenaza
lluvia o, a lo peor, tormentas.
Iniciamos la ascensión, dura,
pero salpicada (nunca mejor dicho) de cascadas exuberantes. Alcanzamos la Fruitère
cuando el cielo se abre de par en par y da paso a un sol caliente; nuestra
pretensión es llegar al Lac d’Estom, sin embargo con la misma rapidez con la
que sale el sol, una cortina negra, densa y pesada lo oculta acompañándolo de
truenos y agua. Precavidos nos damos la vuelta; tenemos otras dos horas de
regreso.
Es un lujo, después de subir y
bajar montes, zambullirse en la piscina cubierta del hotel arropados por los
orgullosos picos. Más de una hora en remojo y sudor. Como niños. De una piscina
a otra, de un jacuzzi para las piernas a otro de olas, de los chorros del
cuello de cisne a la sauna donde parece que nos horneamos para resultar jugosos,
y después más chorros y el olor a mentol del hamman. A esperar la cena. Sigo
leyendo:
«Luego, más silencio. Pasaron
otras dos semanas y Brigid cumplió su promesa de mantenerse oculta.»
14 de septiembre. La sinfonía de
truenos no ha parado de componer en toda la noche y el balcón está anegado por
el agua. Las montañas que se avistaban desde mi habitación han perdido sus perfiles.
Hay que reconocerlo: tanta negrura, después de la luminosidad de Bretaña y
Normandía, sobrecoge un poco.
Durante el desayuno acordamos visitar
Pau a pesar de que las condiciones atmosféricas nos lleven la contraria. El
«mono» de coche se impone y allí que vamos por las desmesuradas curvas de montaña.
The look of love de
Diana Krall pone el swing.
Pau es una ciudad hermosa, al
menos así la recuerdo de mi adolescencia. El día acompaña poquísimo. No hay más
verdad que ésa. En sólo diez minutos fuera del coche nos empapamos hasta los tuétanos.
La estancia, por tanto, la limitamos a entrar en el Museo de Bellas Artes en el
que se exhibe un Degas, un Rubens y un Greco y algunas otras obras de interés.
Volvemos a Cauterets.
Aprovechamos el balneario al límite
y aun cuando la lluvia sigue detrás de los cristales martilleando el asfalto,
salimos a tomar una cerveza negra antes de la cena.
15 de septiembre. Un día más la
niebla invade el valle pero estamos dispuestos, después de dar cuenta del
desayuno, de calzarnos las botas y atacar otro camino. Superado un fuerte
desnivel, las vistas son espléndidas. La idea es la de alcanzar alguno de los
muchos lagos que nos rodean pero la negra nube seca que nos escolta toda la
mañana, exceptuando algunos rasguños de sol, deja caer su carga y en menos de
lo que canta el gallo ya estamos empapados a pesar de las capas de agua.
Descendemos, dejamos las ropas
secándose en la habitación y a por el mejor plan: un largo y último baño.
Estamos solos. Todo es disfrute. Nos recordamos que para volver a los lugares
que gustan hay que dejar cosas sin descubrir y que así sea.
Hay que preparar la maleta, tomar
notas, mirar el mapa para elegir el mejor camino de vuelta a casa y, en ésas
estoy, cuando Jesús me llama para que vaya a su habitación. Ha comprado un
Burdeos, para brindar por el viaje que hemos aprobado con nota alta.
«Sólo han desaparecido, y antes o
después surgirá alguien que abra casualmente la puerta del cuarto donde Alma
las escondió, y la historia volverá a empezar desde el principio.
»Vivo con esa esperanza.»
Termino El libro de las ilusiones y apago la luz.
16 de septiembre. En marcha: llora
Cauterets a cantaros y nosotros tenemos un punto de emoción que impide tragar. El
paisaje deja de verse por la densa niebla que cae como una losa cuando subimos
el puerto d’Aubisque, por cuya estrecha y maltrecha carretera campan las vacas
por sus fueros y al pasar a nuestra vera nos miran de reojo con aviesas
intenciones. ¿Quién tiene que ceder el paso: ellas o nosotros? Nada que
objetar. Nos paramos. Vamos a 20 kilómetros por hora y, aun así, el ¿miedo o
respeto? nos da poco cuartelillo. No estamos ni para músicas. Nos sentimos como
los ciclistas del Tour, sólo que calentitos y sobre cuatro ruedas mientras el
exterior marca 5º C.
Cuando queda atrás el larguísimo
puerto, llega El Pourtalet. Primero la parte francesa con sus interminables
vueltas y revueltas. Al culminar su cumbre paramos en el primer mesón que nos da
la bienvenida. Estiramos piernas, brazos, cuello, cabeza y todo lo que está
rígido como un polo después de los malos tragos pasados con los puertos de
marras. Repostamos gasolina, que escasea, porque el «inteligente» coche no da
ni datos sobre la reserva y Jesús está de los nervios pensando en que nos
quedaremos tirados entre las vacas. No sé si tanta información es buena.
Acometemos el Portalet español
como si nos fuera la vida en ello. La gasolina engullida por el Megane le ha desbocado como si fuera un
fórmula 1 y no paramos hasta Medinaceli.
A las 17.30 entramos en Madrid
cariacontecidos. Primero dejamos mis maletas. Después las de Jesús. Cuando
devolvemos el coche se nos queda cara de pantalla de cine con el rótulo FIN. Que
no se mueva nadie: todavía nos queda contar el viaje y vivir de los recuerdos. Y
los libros. Y la música.
Antes de despedirnos, Jesús me
pregunta:
—¿Qué clase de personas son las que
se pasan horas hablando sin parar?
—Los amigos —respondo.
Se acabó. Ahora sí.
Autora: Paca Arceo (fotógrafa, periodista y escritora)